Degusta la historia de Las Villas, las Catskills latinas

Durante su crianza en torno al negocio de sus padres, Ishmael Martinez, Jr., pasaba los veranos de su juventud cortando césped y lavando loza. De adolescente trabajó como mesero y barman. Martinez recuerda cómo servía desayunos y trabajaba en el restaurante hasta mediodía. Después del almuerzo varios empleados aprovechaban para jugar un partido de softball, luego “se daban un chapuzón antes de vestirnos y servir el almuerzo y la cena”. El negocio familiar era la Villa de Sunny Acres, un complejo de verano en el pueblo de Plattekill.

Sunny Acres era parte de un área conocida como Los Alpes Españoles, un diverso grupo de hoteles y resorts de verano en Plattekill y Ulster que durante varias décadas fueron el principal destino turístico de las comunidades hispanohablantes en la costa este de Estados Unidos.

Las Villas fue un diverso grupo de hoteles y resorts de verano en Plattekill, N.Y. (Foto: Cortesía Ish Martinez)

La gente siempre se sentía cómoda en las Villas. Los clientes podían comer tostones, pastelitos (empanadas boricuas), lechón asado y arroz con habichuelas. El ambiente era “muy orientado a las familias”, explica Martinez, y agrega que sus recuerdos de las villas son de “días calientes del verano, con la gente yendo y viniendo y la risa de los niños”.

Cuenta Martinez que en los 1960 y 1970, la época dorada de las Villas, la población de Plattekill se cuadruplicaba gracias a la cantidad de visitantes. Algunas villas ofrecían entretenimiento para la gente local. Por ejemplo, uno de los recuerdos favoritos de la niñez de Martinez eran los miércoles en la noche, cuando Sunny Acres invitaba a los niños del vecindario a ver películas en la pista de baile mientras disfrutaban de pizza con soda.

Desayuno, almuerzo, partidos de softball y chapuzones en la piscina — así transcurrían muchos días de verano en las Villas. (Foto: Cortesía Ish Martinez)

Las Villas aparecieron en el Valle del Hudson a comienzos de la década de 1920, cuando inmigrantes españoles de la Ciudad de Nueva York comenzaron a abandonar la ciudad en búsqueda de ambientes rurales. En ese momento la economía de los condados Plattekill y Ulster consistía mayormente de cultivos de manzana y granjas lecheras. Para complementar sus ingresos varias familias comenzaron a adaptar sus casas para recibir turistas durante los meses de verano. Entre las primeras villas en abrir sus puertas estaban: Villa Rodríguez, Villa Galicia, Villa Nueva, y Villa Victoria.

La gran mayoría de visitantes venían de las comunidades boricuas de la ciudad de Nueva York, ubicada a tan solo dos horas en carro de las villas, de vecindarios como el Spanish Harlem y el Bronx. Entre ellos se encuentran los padres de Martinez, quienes después de sus primeras visitas al área quedaron tan encantados con las Villas, los pequeños pueblos y la vida rural que en 1955 decidieron comprarse una granja lechera y se mudaron con toda la familia al condado. Su padre, que era carpintero, construyó nuevas áreas para poder recibir visitantes de verano.

Una manera de llegar a Las Villas era en autobús particular. (Foto: Cortesía Ish Martinez)

“Lo más popular para los Latinos en la costa este era visitar las Villas”, dice Martinez, agregando que entre los visitantes se encontraba gente boricua, dominicana, cubana y suramericana. A medida que iba creciendo la población hispana en ciudades como Nueva York y Filadelfia aumentaba la cantidad de turistas hispanohablantes en las villas.

Uno de los grandes atractivos de las Villas era la música, “incluso cuando estaba trabajando podía oír la música en la pista de baile que daba un buen sentimiento” agrega Martinez. Por décadas célebres artistas latinoamericanos visitaban los condados de Plattekill y Ulster para entretener a la población visitante. Desde célebres cantantes como Juan Legido y el trío Los Panchos en la década de los cincuenta, hasta el pionero del boogaloo Pete Rodriguez y grandes orquestas de salsa como el Joe Cuba Sextet y el Gran Combo de Puerto Rico en los sesenta y setenta.

Las Villas brindaba atrayentes como la música, algo celebrado por figuras como Tito Puente. (Foto: Cortesía Ish Martinez)

En la década de 1980 comenzó el lento proceso de deterioro de las Villas que llevó a su desaparición. Cuando comenzaron a bajar drásticamente los precios de boletos de avión muchas familias cambiaron el destino de sus vacaciones a lugares como Puerto Rico, Florida, California, e incluso Europa. Cada año había menos visitantes y una a una las villas comenzaron a cerrar. La última villa, Casa Pérez, cerró a principios de la década de 2000.

Hoy es muy difícil encontrar alguna evidencia de que estas villas existieron y de los miles de visitantes latinos que las visitaban cada año. Las construcciones se han convertido en iglesias, restaurantes o condominios. Otras han sido abandonadas y lentamente han ido regresando a la naturaleza.

Entre los hoteles que atendía a la comunidad hispanohablante se contaba Villa Victoria. (Foto: Cortesía Ish Martinez)

Por eso Carla Ramos, hermana de Martinez, decidió crear un grupo de Facebook para compartir fotos y recuerdos de aquellas personas que visitaron y trabajaron en las Villas. El grupo “Las Villas de Plattekill, New York” tiene más de 1.800 miembros que allí comparten fotos y memorias de vacaciones familiares. Esto motivó a Martinez a escribir un libro sobre sus recuerdos y la historia de las Villas. Las Villas of Plattekill and Ulster County fue publicado en el 2016. Tito Puente escribió en la introducción al libro que recuerda con cariño “este lugar con días calurosos, noches frías y algo más: música latina.”

“Con este libro Ish Martinez ha capturado un pedazo importante de la historia del Valle de Hudson,” dice Libbie Werlau, historiadora del pueblo de Plattekill, agregando que es muy importante rescatar el conocimiento de primera mano de la comunidad, comida, música, y tradiciones que hicieron que las villas fueran uno de los destinos más populares del Estado de Nueva York.

Aunque se cerraron todas Las Villas, quienes aún recuerdan su auge comparten fotos y recuerdos en las redes. (Foto: Cortesía Ish Martinez)

Para Martinez es importante recordar esta historia  y luchar por que no se olvide. “Es nuestra historia, nuestra historia latinoamericana. Es importante.”

Santiago Flórez es periodista, educador, ilustrador y antropólogo colombiano actualmente en Nueva York. Trabajó en educación en el Museum of Natural History y obtuvo un máster en periodismo bilingüe de la Craig Newmark Journalism School. Su trabajo ha aparecido en Audubon, El País y Herchinger Reporter, entre otros.

Chapeau a Beacon

Desde mediados del siglo XIX a los 1930, pocas personas salían de su casa sin sombrero. Con el sinfín de tiendas, galerías y restaurantes de la Main Street actual en Beacon, cuesta imaginar — a pesar de las visibles evidencias — que una clave para satisfacer la demanda estadounidense por elegantes sombreros se encontraba en las docenas de fábricas que había en toda la ciudad.

Una multitud ferviente con sombreros o saludando con ellos, circa 1922. (Foto: Dominio público)

A continuación, algunos datos fascinantes sobre la historia centenaria de fabricación de sombreros de Beacon.

La primera fábrica de sombreros de Beacon, la Matteawan Manufacturing Company, fue fundada en 1864. Para 1890, ostentaba ser una de las primeras productoras de sombreros de lana en el país, a unas 30.000 unidades cada semana. Se necesitaba aproximadamente 500 trabajadores para ir a la par de la demanda.

Una fábrica aún más grande, la Tioronda Hat Works, abrió en 1879 y alcanzó unos 650 trabajadores en una década. Sus ruinas se encuentran junto al Madam Brett Park de Scenic Hudson. 

Las fábricas de sombreros de Beacon empleaban cientos de trabajadores. (Foto: Cortesía Beacon Historical Society)

Uno de los principales industriales sombrereros de Beacon fue Lewis Tompkins (1836-1894), propietario de las fábricas de sombreros de Tioronda y Dutchess, que había aprendido el oficio en su pueblo natal en el Condado Greene. Además de proporcionar vivienda a sus trabajadores, Tompkins apoyó muchas causas cívicas, como la construcción de nuevas escuelas, un hospital y un parque de bomberos (hoy sede de Hudson Beach Glass).

Con el tiempo, la ciudad llegó a contar con cerca de 50 fábricas de sombreros, desde megaempresas como Tioronda hasta empresas familiares, lo que le valió el título de capital sombrerea de Nueva York, superada a nivel nacional solamente por Danbury, en Connecticut. Algunas fábricas producían sombreros para hombre, mientras que otras se dedicaban a la moda femenina.

Muchas de las fábricas estaban situadas cerca de la base de Mount Beacon, en el pueblo llamado Matteawan (palabra del idioma Munsee que hace referencia al arroyo que más tarde pasó a llamarse Fishkill Creek). En 1913, se fusionó con el pueblo de Fishkill Landing, situado más cerca del río, y se constituyó como la Ciudad de Beacon.

El entonces pueblo de Matteawan albergaba muchas fábricas a lo largo del arroyo Fishkill. (Foto: Cortesía Sociedad Histórica de Beacon)

La ubicación de Beacon era ideal para la industria sombrerera. La mayoría de las fábricas estaban situadas junto al Arroyo Fishkill, que impulsaba la maquinaria y suministraba el agua necesaria para remojo, teñido y otras operaciones; el ferrocarril facilitaba el envío de sombreros acabados a Nueva York y a destinos más lejanos.

En la época victoriana, los sombreros de copa eran parte esencial del vestuario masculino. Para crearlos se necesitaba fieltro, que se fabricaba tratando lana o pieles de animales con nitrato de mercurio. Lamentablemente, respirar los vapores de dicho compuesto envenenó a muchos sombrereros. Además de temblores, provocaba inestabilidad emocional, confusión y alucinaciones, dando lugar a la frase “as mad as a hatter” (equivalente “de loco como una cabra”).

Los sombrereros trabajaban a menudo en duras condiciones que incluían la exposición a los efectos desestabilizadores del nitrato de mercurio. (Foto: Cortesía Sociedad Histórica de Beacon)

A finales del siglo XIX, las fábricas de Beacon empezaron a fabricar sombreros de paja, principalmente para hombres. Se pusieron de moda en 1906, al llevar uno el presidente Theodore Roosevelt a la inauguración del Canal de Panamá. En los 1920, seis fábricas de la ciudad producían exclusivamente “sombreros de Panamá” y canotiés.

Los sombreros de paja se llevaban en temporada, del 15 de mayo al 15 de septiembre. Quien se sorprendiera llevando uno antes o después corría el riesgo de que la autodenominada “policía de la moda” se los quitara de la cabeza.

Una multitud con canotiés en la 45a Avenida en la Ciudad de Nueva York, 1919. (Foto: Dominio público)

Las mujeres encontraban trabajo haciendo las trenzas que se cosían para hacer sombreros de paja. Los fabricantes se contentaban de contratarlas por su mayor habilidad en dicho trabajo y por exigir menores salarios.

La Debway Hat Company de Beacon fabricó sombreros para el Cuerpo de Mujeres del Ejército durante la Segunda Guerra Mundial, así como los característicos sombreros anaranjados y azules de las guías turísticas en la Feria Mundial de Nueva York de 1939.

Las mujeres trabajaban como sombrereras en fábricas como Kartiganer Hat Factory. (Foto: Cortesía Sociedad Histórica de Beacon)

La Gran Depresión supuso un descenso en demanda y los sombreros importados baratos provocaron el cierre de muchas fábricas de sombreros de Beacon en los 1930 y 1940.

La última en cerrar fue Dorel Hat Company, que resistió hasta 2005. Su desaparición, el fin de 140 años de historia sombrerera de Beacon, se conmemoró ese mismo año con un desfile de sombreros por Main Street.

Algunas de las antiguas fábricas de sombreros de Beacon se han reconvertido para ayudar a revitalizar la ciudad, como el hotel y centro de eventos Roundhouse. (Foto: Cortesía Sociedad Histórica de Beacon)

Desde que fundó Wynono en 2013, Melanie Leonard, residente en Beacon, ha mantenido la tradición sombrerera de la ciudad, elaborando sombreros a medida de paja, fieltro y gamuza. “Lo hago todo a mano… casi como una loca”, dice. Afortunadamente, Leonard tiende a evitar los productos químicos que podrían convertirla en una sombrerera loca: “No los uso mucho, y cuando lo hago, siempre es al aire libre”.

Algunas de las fábricas de sombreros de Beacon se han reconvertido para apoyar la revitalización de la ciudad. The Roundhouse, un hotel, restaurante y popular lugar de celebración de bodas, está situado en la antigua Matteawan Manufacturing Company, que fue el primer impulso a la prominencia sombrerera de Beacon.

Empleado muestra un “sombrero para gigante” elaborado en una sombrerera de Beacon. (Foto: Cortesía Beacon Historical Society)

Reed Sparling es redactor e historiador de Scenic Hudson. Anteriormente editor de la revista Hudson Valley, actualmente es co-editor del Hudson River Valley Review, una revista académica publicada por el Hudson River Valley Institute del Marist College.